Hemos llegado, queridas hermanas, a la conclusión del Intercapítulo, esta cita institucional que hemos vivido como un tiempo privilegiado, habitado por el Espíritu. Ha sido el Espíritu, de hecho, el gran Protagonista de este acontecimiento de gracia; ha sido Él quien nos ha guiado en la itinerancia de los días transcurridos, quien nos ha hecho sentir como «comunidad de caminantes que camina por la tierra con la mirada puesta en el cielo» (Papa Francisco).
En el camino nos cruzamos con caminos y senderos que, a veces, nos hubiera gustado que fueran diferentes, pero el Espíritu viene de los cuatro vientossopla donde y como quiere. Y fue el Espíritu mismo quien nos convenció de la necesidad de abrirnos a lo que el Señor ya está creando. En este tiempo de desorientación y profunda incertidumbre para el camino de la humanidad, el Espíritu nos pide vigilancia y atención espiritual a lo nuevo que nace, preocupación compasiva, esperanza. Porque la vida se concibe, se genera y crece en corazones abiertos, creativos, confiados y con ganas de aventurarse por nuevos caminos.
Por eso, necesitamos partir y volver a partir siempre desde el Espíritu, memoria y guía que abre caminos nuevos e inesperados, donde creíamos que estaban impedidos o prohibidos.

No tememos el pequeño número, la edad avanzada, la fragilidad y la pobreza: Dios ama la pequeñez y ama realizar grandes cosas precisamente a través de la pequeñez, como atestigua María, como atestigua nuestra historia carismática. Hagamos un acto de fe en la capacidad simbólica y referencial del trozo de levadura que fermenta la masa y de la luz colocada encima para iluminar a todos los en la casa.
Dejemos de repetir jaculatorias de muerte y elevemos al Señor nuestra alabanza y nuestra bendición por una vocación que lleva en sí los gérmenes de la novedad y del futuro.
Salgamos de aquí, de este oasis de escucha y de compartir, de oración y de reflexión, como mujeres del Espíritu que reanudan el camino, “caminantes” que miran juntas hacia lo Alto, para encontrar la ruta del camino en la tierra.
Apostemos por una experiencia profunda de Dios, una hermandad fertilizada por el afecto, una misión audaz y encarnada, una presencia creciente en las periferias y fronteras, una opción clara de comunión, profecía y mística.

Y quizás el primer paso a dar no sea construir, organizar, hacer… sino dejarse hacer, seguir los movimientos del Espíritu, según esa nota de mística apostólica contenida en el ADN de nuestro carisma.
Mística es vivir la contemplación en la acción y la acción en la contemplación. Es una llamada a una vida interior más profunda y una atención vigilante a los signos de los tiempos, operando un discernimiento evangélico de los mismos. Es levantarse y ponerse en camino juntas, junto a los hombres y mujeres de hoy, en actitud “contemplativa” ante el mundo que Dios ama y en el que sigue actuando con la fuerza transformadora de su Espíritu. Es hacer visible la esperanza, mostrar la belleza de un Dios pobre y débil, totalmente inmerso en lo humano.

Por eso, la mística apostólica procede de un itinerario de profunda intimidad con el Señor, de una oración intensa que, abriendo el corazón al amor de Dios, lo dilata al amor de cada persona y no distrae del compromiso de construir la historia según el plan de Dios. Es una oración dentro de la vida, por tanto, que expresa la gracia de la comunión.

En esta línea se mueve la prioridad elegida para iluminar el camino abierto por el 11º Capítulo general y relanzar la programación del bienio 2023-2025: A la escucha del Espíritu, nos comprometemos a vivir una mayor armonía entre la vida de oración y las relaciones interpersonales, comunitarias y apostólicas.

Hemos reconocido juntas que el compromiso es necesario, pero no basta. Es necesario ponerse “en escucha del Espíritu” que dirige y urge a una oración vital, que nos hace vivir en Dios abriéndonos a la gracia de la comunión; una oración que escucha el grito de la humanidad mientras se concreta, ante todo, en la cercanía y la acogida de quienes comparten nuestra vida cotidiana; una oración que inspira el discernimiento sinodal, abre caminos de paz y esperanza, genera vida.

Para padre Alberione y Maestra Tecla, la oración es «necesaria como la respiración para vivir», es un hecho de amor, savia que penetra todas las dimensiones de la vida, color y textura de toda la existencia. El tiempo “concentrado” en Dios ilumina y unifica, hace crecer la capacidad de vivir la intimidad con el Señor en medio de la acción, de asumir un estilo de vida que “narra” el Evangelio, que revela una alegría contagiosa, que encienda en los demás el deseo de acercarse a Cristo.
Constituye una preciosa herencia recibida la insistencia, la súplica de nuestro Fundador para que permanezcamos siempre fieles a la oración apostólica, al coloquio con el Maestro, a pesar de la fatiga del apostolado y del poco tiempo disponible: «Lo que puedas hacer, hazlo; y si no puedes hacerlo, hazlo con la oración». Porque el apostolado no puede realizarse sin la luz y la fuerza que vienen de la oración, sin renovar el encuentro interpersonal con Cristo. Para el apóstol, esto significa una conciencia más intensa de la misión.
Si esto es cierto con respecto a “todos”, no debe, con mayor razón, ¿ser esencial, más aún en la vida cotidiana de una comunidad de hermanas? ¿Puede ser vital una oración que no asuma la ternura y la compasión de Dios por aquellos que caminan con nosotras y con los que compartimos historia y fe, aspiraciones y debilidades? ¿No debe ser oración, la que alimentamos de las fuentes vivas «de la Eucaristía, del Evangelio, de la contemplación de Jesús Maestro» (Const. 71), “escuela” en la que aprendemos a acoger a la otra, a custodiarla. como don, para animarla, sintiéndose responsables de ella y necesitada de su presencia?
La mejor verificación de la autencidad de nuestra oración es la calidad de nuestro estar juntas – como también de la creatividad y del dinamismo apostólico (cf. Const. 70) –, camino de santidad y de plena realización de la dimensión humano-relacional, lugar donde habita Dios.

Conciliar sinfónicamente oración y vida, oración y relaciones, es el deseo y el compromiso – a menudo frustrado – de cada día. ¿Cómo poder realizar esta unidad, superando lo que ya el 8° Capítulo general lamentaba: que, la vida de oración no “evangeliza” nuestro modo de relacionarnos y vivir la comunión, no mueve la vida, no orienta las opciones comunitarias y apostólicas?

A la prioridad elegida no hemos vinculado una forma práctica para ponerla en acto. El motivo: juntas, en comunidad, podremos investigarlas razones de esta distancia entre oración y vida, oración y relaciones. Y juntas, en escucha del Espíritu, nos ayudaremos a identificar modos y estrategias para reencontrar la armonía de una vida que se transforma en oración y la oración da la vida (cf. Const.).

Queridas hermanas, conservo en mi corazón todo lo que hemos vivido con tanta intensidad en estos días; hago mías sus expectativas, sus esperanzas, sus deseos de bien. Una vez más les repito, para ustedes y para mí: no nos dejemos vencer por el miedo y la resignación, sólo tengamos fe.
Gracias por su presencia, aunque sea a distancia, y por su testimonio; gracias por lo que harán para comunicar los dones recibidos en estos días. Les confío a cada una de ustedes, con confianza, el mandato de transmitir, ante todo, la experiencia vivida e involucrar a las hermanas en los contenidos tratados y en la prioridad asumida. Sólo si seguimos empujando juntas el “carro” de la congregación, podremos ir allí donde una vez más «el Señor hace nuevas todas cosas» (Ap 21,5).

Muchas gracias a todas las hermanas que han contribuido, de distintas maneras, a la buena realización de este evento. Gracias a todas las hermanas del mundo, a los hermanos y hermanas de la Familia Paulina, a quienes nos acompañaron y apoyaron con oración, mensajes y ofrecimientos diarios.

¡Transformadas por el Espíritu, continuamos caminado juntas para generar vida!

Con gran afecto y gratitud,

Hna. Anna Caiazza
superiora general

Cidade Regina (São Paulo), 19 de septiembre de 2023


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